Por: Katy Correa
El acoso escolar o bullying es un tema que recientemente ha tomado presencia en la esfera pública, al menos bajo este nombre, pues cuando se conversa sobre ello, es frecuente escuchar expresiones del tipo “Eso siempre ha existido, solo que ahora lo llaman así”, lo cual por cierto es una afirmación que no se aleja de la realidad. Quizás la investigación histórica sobre los primeros registros de esta conducta pueda resultar interesante, pero es una tarea que nos desviaría de momento de los aspectos que en esta oportunidad queremos resaltar.
Al tratarse de una conducta que ocurre en relación al ambiente escolar, se asocia a la población infantil y de adolescentes, sin embargo, el impacto del bullying en el desarrollo se puede extender mucho más allá de estas edades.
La infancia y la adolescencia son consideradas como momentos críticos en el desarrollo humano y esto no tiene que ver solo con el crecimiento físico, si no con toda la serie de cambios y experiencias a través de las cuales se va configurando nuestra personalidad y todo lo que ello implica.
Se puede observar con frecuencia en el consultorio que en personas adultas que acuden por algún malestar o problemática en un área específica de sus vidas, al explorar en sí mismos y sus experiencias, emergen los recuerdos sobre cómo se relacionaban y cómo se sentían mientras que estuvieron en el colegio y en el bachillerato, porque son momentos en los que el ámbito social tiene gran relevancia.
El desarrollo conduce a separaciones progresivas del hogar y nuevas interacciones con otros entornos para socializar, la identificación con compañeros o conocidos de la misma edad, sus gustos, intereses, actitudes, formas de expresión, entre otros aspectos, resulta un proceso de vital importancia en la construcción de la identidad. Por esta razón, el ser víctima de acoso escolar se relaciona con efectos a largo plazo como baja autoestima, inseguridad, dificultad para relacionarse, recurrencia de signos y síntomas de ansiedad y depresión, entre otros, como se refleja en la investigación realizada con adultos por Ahlander (2020).*
El poder visibilizar el acoso escolar como algo que ha estado presente a través de generaciones, permite resignificar la idea de que solo es un problema que le ocupa a los representantes de los niños y adolescentes y a los centros educativos, pues si esto ha ocurrido siempre, hemos podido ocupar entonces las posiciones de víctima, agresor o testigos y sobrellevar aún el impacto de esas experiencias o verlas reflejadas en algún familiar, amistad, compañero de trabajo, en la pareja y en cualquier ámbito en el que nos relacionemos.
Conocer sobre el impacto a largo plazo del acoso escolar, permite tomar consciencia y reconstruir las formas en las que nos relacionamos, porque si algo ocurre siempre de una misma manera, no significa que sea la más adecuada, cada vez más se evidencia que callar ante la violencia, genera toda una serie de daños secundarios y prolongados, en contraposición con la intervención temprana.
Aunque la infancia y la adolescencia representen momentos sensibles en el desarrollo, este no termina con la llegada de la adultez, es decir, que los cambios sobre el autoconcepto, la forma de relacionarnos y manejar las situaciones problemáticas, son posibles aún para el adulto que haya vivido experiencias de acoso escolar u otras que hayan tenido un impacto significativo.
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